A ella la mataron nada más terminar la guerra. La mandaron llamar. Se presentó. Por miedo a represalias contra su familia, contra su padre. Pudo huir y no huyó. La encarcelaron. La juzgaron por un asesinato que no había cometido. Juicio sumarísimo. Y la mataron. En las tapias del cementerio de Madrid. Junto a sus compañeras. Su padre llegó con el cuerpo aún caliente. Las sacaron antes de tiempo de sus celdas. Esperaban un indulto que no llegó. Sus compañeros guardias fueron los ejecutores. Todos lloraban. Eran unas niñas. Trece mujeres jóvenes. Las trece rosas.
Es una historia que has oído una y otra vez. A primos. A familiares lejanos. A periodistas. A escritores. Pero nunca, nunca a los cercanos. Sus hermanas, sus padres.
Tras el fusilamiento todos callaron. Y por más que yo, que no soy ella, pregunté y pregunté, apenas obtuve respuestas. Visité su tumba muchas veces de pequeña. Al principio era solo una tía muerta. Cuando creces la tía muerta se convierte en la tía fusilada. Cuando creces más preguntas a otros que sí contestan. Poco, pero contestan.
Y vas juntando piezas del puzle. Y piensas. Piensas mucho en los silencios. En las frases no dichas. En las historias no contadas.
Y sabes algo más de su novio, aviador republicano. En alguna película su novio está en el pueblo. Pero su novio era un aviador republicano. Y un día descubres sus cartas. Las que escribió desde la cárcel. En trozos de papel. Todo después del horror de los interrogatorios. Por ser roja. Por creer en una vida mejor. Más igual para las mujeres. Con menos injusticias.
Y yo no soy ella. Pero algunas veces cuando recuerdo su corta vida y la miro a través de sus fotografías, de sus palabras atropelladas con lápiz escritas con desesperación y angustia, siento que sí, que ella soy yo.
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