Cuando era pequeña, no se dormía en casa de los amigos. En mi caso tampoco en casa de abuelos o tíos. Dormíamos fuera cuando, privilegiados de la vida, íbamos de vacaciones.
En la generación de mis hijos era normal irse a dormir a casa de los amiguitos: cumpleaños, fines de semana o fiestas varias. Yo no entendía mucho el empeño que tenían en dormir en otras casas… hasta que dejé de trabajar.
Desde entonces, uno de los mayores placeres de aquel que no tiene rutina, es romper la rutina de no tenerla. No hay nada mejor que unas vacaciones, unos días de libertad o simplemente un cambio de aires. Eso incluye dormir fuera de casa: hoteles, hostales, pensiones, casas de alquiler. En definitiva otro lugar y otra cama. Una forma distinta de baño, una butaca distinta, una luz diferente.
Hay personas a las que descoloca esa otra habitación que se convierte durante unos días en tu casa. A mí me entusiasma. Me resulta divertido. Como si viviera otras vidas. Como si esas otras camas, otros espejos, otros armarios pertenecieran a ese otro yo oculto que mantengo por ahí.
Ese que está en mi interior y dialoga conmigo tantas veces.
Leo poco, pero imagino mucho. Y vuelvo a mi casa y a mi cama con miles de historias hirviendo en mi cerebro. Descanso de otra forma. Y soy feliz.