Estaba en una cola en la panadería esperando para comprar una barra de pan. De repente el señor de atrás me pregunta:
–Marga, ¿eres Marga?
No identifiqué al hombre bajito y rechoncho casi calvo que me dedicaba la mejor de sus sonrisas.
–Soy Carlos, me dijo. Estuvimos, bueno, nos conocimos en una acampada de la parroquia hace un porrón de años.
–Buceé en mi memoria tanto como en mi miopía y sí, le recordé, pero no le reconocí.
–Sí, Carlos. Soy Marga, pero han pasado tantos años…
— Claro. ¡Más de cuarenta!
Error. Tantos años no se le pueden decir a una mujer de golpe.
–Pero estás igual que siempre. Tan guapa. Tienes la misma sonrisa y el mismo brillo en los ojos…
–Gracias. Eres muy amable.
Me tocaba ya y compré mi barra y salí corriendo. Bueno, no. Huyendo. Me dijo adiós decepcionado porque seguro que esperaba una amena charla sobre la vida, la pareja, los hijos…
No sé siquiera si me despedí, pero entré en pánico.
Recordaba al Carlos de la acampada, en otro siglo, en otra vida. Bajito y rechoncho. Entonces no era calvo. Y yo me enrollé con él en la acampada de la parroquia. Unos besos, unos achuchones, poco más. Había que besar a alguien. Si a los dieciséis no lo habías hecho, estabas mal vista.
No me gustaron esos besos ni esos achuchones. Él no tuvo la culpa. Menos mal que la vida nos ofrece oportunidades. Si hubiera sido por Carlos no hubiera vuelto a besar a un hombre en mi vida.
La fecha
Su secretaria le confirmó la cita. El lunes próximo tendría que firmar los papeles. Miró la fecha en el calendario y se preguntó por un momento cómo había llegado hasta allí, cómo habían llegado hasta allí. Noviazgo, amor, una casa, tres hijos... Tal vez nunca...