Óscar se quedaba hechizado de niño ante la lavadora. Se sentaba frente a ella con las piernas cruzadas mejor que frente al televisor, vigilante siempre para que sus manchas, esas que le afeaban tanto la ropa, desaparecieran.
Creció. Pero cuando estaba a caballo de la niñez y de la adolescencia, volvió a sentarse frente al electrodoméstico una tarde y me dijo:
<<¿Por qué no se pueden lavar las cosas malas de la vida?>>.
Bendita inocencia.