Me gusta escribir. Quien me conoce de hace años lo sabe; quien me lee desde hace poco, también. Me considero aprendiz de escritora porque es un oficio que nunca terminas de aprender, y sobre todo te causa inseguridad cuando das tus primeros pasos. El síndrome del impostor aparece cuando tienes tu primera portada y le das a publicar en @Amazon.ES, pero también cuando escribes un microrrelato para Instagram y de repente tiene casi mil visualizaciones.
¿Se ha vuelto loco el algoritmo?
Por mucho que lea acerca de ese ente, nunca entiendo por qué tienes o no tienes más seguidores, por qué hay más likes en tus publicaciones o por qué el alcance triplica lo que publicaste hace un mes. Tampoco me esfuerzo en entenderlo. Me gusta escribir y un escritor lo que quiere y necesita son lectores. Que le digan lo que les gusta y lo que no, lo que sienten o lo que les resulta indiferente.
Escritoras de la talla de @dolores_redondo dicen que sus editoras tienen que arrebatarle su manuscrito porque seguiría y seguiría corrigiendo. Eso le encantaba hacer a mi querida @almudena_grandes1960 y no pudo realizarlo por culpa de su enfermedad en su última novela recién terminada de leer.
El algoritmo no entiende de sentimientos, pero es cierto que un día te sorprende y esos pequeños microrrelatos que tú escribes en una terminal de aeropuerto, en un autobús o en la cocina de tu casa… o que rescatas del fondo de tu ordenador al hacer limpieza digital, resulta que han sido vistos por muchas personas; leídos por algunas menos, pero ya viajan por las ondas y te provoca una sonrisa.
Seguiré escribiendo, independientemente de lo que piense el algoritmo. Me gusta, y me consta que hay personas que se dejan enredar en mis palabras y disfrutan con esas píldoras lectoras.
El tiempo acompaña. Está gris y llueve. Hace frío y todo invita a escribir. Casi no quedan hojas en el árbol frente a mi ventana. Los pájaros me acompañarán como en la película de Hitchcok y yo volaré en mi teclado a las páginas de mi nueva novela.