Pero mi mente calenturienta de crítico literario me llevó a investigar acerca del caserón. Imaginaba un tremendo asesinato sin resolver a las cinco y cuarto de la mañana. O un incendio. O una terrible ruptura sentimental. Llamé a la inmobiliaria donde habíamos alquilado la propiedad y concerté una cita con el dueño. Tras desayunar me acerqué a la biblioteca del pueblo, que, por supuesto, estaba cerrada.
Consulté a través de internet en la biblioteca regional si había algún misterio sin resolver en la zona o algún acontecimiento siniestro que me llevara a otro momento en ese mismo lugar a las cinco y cuarto de la mañana. Nada. Solo se hablaba de las fiestas patronales, la producción de leche y el aumento de los alquileres.
Decidí tomarme unas rabas y un vinito en el casino mientras hacía tiempo para ver a Don Marcelino, el anciano propietario del caserón. Al final fueron tres vinitos hasta que llegó y todo misterioso me dijo que en las casas antiguas pasan cosas, pero que nunca se cuentan.
Y así me dejó. Con la palabra en la boca y el miedo instalado en el cuerpo.
No sabía a quién preguntar. Si don Marcelino no había querido hablar es que realmente había ocurrido algo y no quería que yo lo supiera.
No me atreví a consultárselo a mi mujer, toda preocupada en Madrid con el número de su revista. Me dirigí no sin cierto reparo nuevamente al caserón.
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